"Milagro"


-un relato no apto para personas que puedan verse afectadas en su sensibilidad religiosa- (ya avisé)

Danielito era el último de la fila. Finalmente, después de esperar un poco, comprendió que era su turno y se arrodilló en el confesionario frente al Padre Rafael.
Era el cura gordito, al que sus compañeros en el colegio tenían como el más “bueno” porque no daba mucha penitencia. Pero Danielito nunca se había confesado con él y no lo conocía mucho.
El Padre Rafael, después haber estado confesando a todos los mozalbetes de la clase, ya estaba con la paciencia por el piso. Posó su mano en la frente y miró al niño rubio. Ya estaba en edad “peligrosa”, pensó, como casi todos los que se habían confesado antes. Miró hacia los cielos con gesto de resignación y comenzó a escuchar sin demasiadas ganas. Y de pronto, queriendo obviamente ir a lo que realmente era importante, le preguntó directamente:
-Y dime, hijo… ¿has estado haciendo cositas por ahí? – dijo levantando las cejas y apuntando con su mirada a la entrepierna del muchacho.
-¿Qué cositas, Padre?
-A ver: ¿Has cometido actos impuros?
-No sé, Padre.
-Vamos, hijo… no me digas que no te haces unas pajitas de vez en cuando…
Danielito suspiró y pensó “¡otra vez!, estos curas tienen fijación con las pajas, es lo único que preguntan siempre, ¿es que no hay otros pecados? ¿robar, mentir, o sea, los pecados 'tradicionales', no contaban? ¿o es que estaban devaluados? No, imposible, a juzgar por tantos ladrones y mentirosos que conocía desde hacía rato”.
Danielito balbuceó un poco, mirando hacia unos angelitos tallados que había en el umbral del lustroso confesionario y empezó a decir, mientras pensaba velozmente:
-Bueno… yo…
-¡Ahá! – dijo el cura, con tono victorioso - … ya me lo imaginaba. No…, si los chicos de esta edad, no tienen otra cosa en sus cabezas. Pajeros todos. Pues mira, hijo… la masturbación es un pecado que te llevará a la perdición, y tú lo sabes. ¿Y cuántas veces lo haces?
-¿Cuántas veces? No sé. No las conté.
-Pero… más o menos… ¿por semana, cada cuánto te la cascas?
-Y… no sé, Padre…, unas 3 ó 4 veces.
-¿Y cuando te pajeas, lo haces con otros amiguitos?
-Bueno... a veces, sí.
-Mira hijo, como que no dejes esas prácticas, te transformarás en algo aberrante y despreciable.
-No entiendo, Padre.
-Que terminarás siendo puto ¿Ahora sí me entendés? – dijo, dejando el sacrosanto “tú” y cambiándolo por el voseo más contundente y... terrenal.
-Sí, Padre – contestó Danielito, con un tono monocorde.
-Bien. Ahora andá hasta el Cristo del altar, y le rezás dos Ave Marías y tres Padrenuestros. Y no lo vuelvas a hacer. ¿Estamos?
Danielito asintió con la cabeza y fue a arrodillarse al pié de la gran cruz, junto al altar mayor.
Esa imagen de Jesús crucificado siempre le había fascinado. Era muy real. Su rostro, la corona, el largo cabello que caía hacia adelante, la inmaculada piel con esa pátina tan real, y sobre todo, esa expresión infinitamente dulce que parecía perdonarlo absolutamente todo. Mientras oraba, el muchacho observó fijamente ese cuerpo semidesnudo sobre su cabeza.
Cuando ya estaba terminando el segundo Padrenuestro, Danielito notó algo ciertamente extraño. Conocía cada detalle de la imagen inmóvil. Pero ahora… había algo allí en lo que no había reparado nunca: debajo del divino taparrabos, un testículo increíblemente real asomaba hacia afuera. Pestañeó varias veces y puso los ojos como platos. Se inclinó más, y ¡sí!, ahora podía ver dos redondos testículos colgando por debajo de la lustrosa y diminuta prenda. Se quedó azorado. ¿Todos los Cristos tendrían esos atributos tan visibles, o sólo éste era tan extraordinario? Miró la cara de Jesús: ahí estaban esos ojos, tiernos, buenos, pero con un brillo raro y nuevo. Entonces bajó la vista otra vez y el corto chiripá empezó a elevarse. Un bulto inesperado se dibujó en la hierática imagen, y la tela, que había cobrado una súbita morbidez, se levantó tanto que Danielito pudo ver un creciente miembro que se endurecía y cada vez se ponía más grande.
Danielito no podía creer lo que veía. ¡Dios santo!, murmuró. No sabía muy bien lo que estaba sucediendo, pero lo cierto era que no podía dejar de mirar, aún arrodillado, boquiabierto y con las manos juntas.
El pene circuncidado emergió lo suficiente como para quedar bien visible. Danielito miró a su alrededor, pero no había nadie. El órgano (el de la iglesia), comenzó a sonar. El Padre Rafael, desde arriba, hizo una seña amenazadora, como diciéndole a Danielito "¡concéntrate en tus oraciones!". El cura no podía ver nada desde tan lejos. El órgano sonó aún más fuerte, y Danielito creyó estar en el cielo. A este Padre Rafael, ¡cómo le gustaba tocar el órgano!, pensó. Y no lo hacía nada mal, por cierto.
En plena erección, y como inspirada por los acordes del Padre Rafael, la imagen de madera cobró una luz especial. El resplandor parecía alcanzar también a los pícaros querubines de la cornisa que custodiaban la escena con angelicales y cómplices miradas. Finalmente el miembro se apaciguó y volvió a ocultarse debajo del taparrabos sagrado. El muchacho terminó de recitar su penitencia, casi en éxtasis, y con el corazón en la boca se puso de pié. Miró el rostro de Jesús, quien no dejaba de atravesarlo con esa fijeza hierática que tienen las imágenes de las iglesias. Una inconmensurable impresión de ternura le llegó a través de esa mirada, entonces Danielito se retiró del templo.
Estaba decidido: nada iba a contar de aquello a nadie, ¡y menos al Padre Rafael!, quien seguramente le diría que lo ocurrido había sido obra del diablo que habitaba en su pecadora cabecita y que por todo ello se freiría eternamente en el infierno. Ni pensarlo: lo que había pasado quedaba entre Jesús y él. Danielito, con sus ingenuos quince años, ya sabía que los curas no eran confiables, pues no siempre entendían las cosas del cielo.
Salió tranquilamente, con el sosiego y la paz interior que se experimenta cuando se ha sido perdonado.


Franco, Octubre de 2010.

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