Entré.
No había persona alguna.
Caminé unos metros por entre las distintas maderas
apiladas por doquier, evitando mancharme con el aserrín que abundaba por todas
partes. La carpintería estaba iluminada sólo por la luz que se colaba por unas
grandes claraboyas en el techo. Una gran mesa de trabajo se interpuso en mi
camino, llena de herramientas, morsas, cepillos y clavos. El aroma
inconfundible del pequeño taller lo envolvía todo. Agité mis palmas para ver si
alguien acudía.
Nada.
-¿Hola? – llamé a viva voz.
No vi movimiento alguno ni respuesta a mi llamado, y
ya dispuesto a irme, al darme la vuelta me sobresalté con la imagen de un
hombretón que frente a mí me miraba con una expresión indiferente.
-¿Señor?
-Ah, buenas tardes. Disculpe, pensé que no había
nadie.
-Diga usted.
-Mire, vengo por recomendación de un amigo al que le
hizo hace poco una hermosa biblioteca a medida. Pues, verá: yo necesito una del
mismo tipo para mi estudio.
El tipo me miró con desconfianza. Era un hombre alto y
corpulento. Joven, aunque de edad indescifrable. Llevaba puesto un overol de
tiradores sin nada debajo, dejando ver su pecho semidesnudo y sus musculosos
brazos.
“Vaya con el carpinterito” pensé, y mientras él me
preguntaba el nombre de mi amigo, yo no podía dejar de observarlo. Estaba
cubierto de aserrín. Podía casi adivinar el olor de su sudor, producto de duros
trabajos. Era moreno, tenía una barba de tres días, cejas muy anchas y ojos
oscuros. El amplio overol, que casi no alcanzaba a cubrir su pecho, dejaba ver
el suave tapiz de un vello oscuro que se acentuaba en los pezones cuando éstos
asomaban de tanto en tanto por debajo de los breteles. Sus brazos, definidos y
musculosos, eran aún más velludos. Mi vista se perdió siguiendo un imaginario
camino hasta las axilas, pobladas de matorrales negros, y tuve que hacer un
esfuerzo para volver a mirar su cara.
Por fin, al recordar mis referencias, el carpintero
ablandó su entrecejo y me sonrió, mostrando una perfecta hilera de blancos
dientes. Pero no dejó ni por un momento ese aire de desconfianza hacia mí.
Yo le empecé a explicar como quería el trabajo.
Hablamos de las dimensiones, del tipo de madera, de la profundidad de los
estantes. Y poco a poco nos íbamos acercando frente a la mesa de trabajo. Él
tomó un lápiz y un papel y comenzó a hacer unos diseños muy toscos. Entonces me
acerqué a su lado. Fue ahí que sentí su aroma a macho. Eso me desconcentró
nuevamente, por lo que le tuve que preguntar repetidas veces qué era lo que me
estaba explicando.
Yo seguía invadido por ese olor tan excitante. Me
acerqué más, intentando que mis movimientos pasaran desapercibidos. Cuando el
dibujo que hizo se acercó a la idea que yo llevaba acerca del trabajo, pasamos
a elegir las maderas y le color del lustre, y finalmente acordamos honorarios
que me parecieron razonables. A todo yo asentía tontamente, sin poder sacar mi
vista de sus brazos, sus axilas peludas, los pezones que asomaban
descaradamente de su overol tan amplio, sus manos ásperas y sucias. Era la
perfecta y atractiva imagen de un tremendo macho en estado natural.
Le pagué el adelanto que me había solicitado y él
estiró su peludo brazo para tomarlo, a tiempo que acomodaba unas muestras de
tonos de lustre que me había mostrado.
-Muy bien, señor. Sólo faltaría ir a tomar las medidas
a su estudio.
Sentí una rara excitación al escuchar esas palabras y
rápidamente le di mi tarjeta, combinando el horario para encontrarnos.
-Eso sí... – me dijo – como estoy con mucho trabajo,
recién podré pasar por su casa la semana que viene.
-No hay problema – me lamenté internamente – esperaré
lo que sea necesario. Me han dicho que su trabajo es excelente.
Ese comentario dibujó una nueva sonrisa en su cara,
más distendida que la primera, e hizo que se sintiera halagado. Noté como se
sonrojaba levemente, y comprendí entonces que seguramente no tenía por
costumbre recibir frecuentemente tales elogios. Nos despedimos con un apretón
de manos que casi me hizo doler.
A la semana siguiente y en el día convenido me dediqué
a esperar al carpintero. Cuando sonó el timbre habían pasado veinte minutos del
horario estipulado. Por lo que cuando le abrí la puerta noté que estaba un poco
avergonzado por su tardanza. Enseguida se disculpó. Le dije que no había
problema alguno. Me pareció un gesto muy amable y considerado viniendo de
alguien que en apariencia sugería todo lo contrario. Cuando entramos a mi
estudio sacó el metro de su caja de herramientas. Llevaba puesto el mismo
overol de la vez pasada. Se subió a un banco para tomar las medidas alrededor
de una saliente en el extremo de la pared, cerca del ángulo del techo. Al
hacerlo subió sus brazos y me expuso sus axilas velludas. Desde abajo, ese
hombretón era como estar ante un dios esculpido en un templo griego.
No pude evitar mirar su entrepierna. Llevaba allí un
considerable paquete que le abultaba la rústica y sucia bragueta. Sus piernas
eran fuertes y los muslos tan anchos que el pantalón se ajustaba ceñidamente a
su musculatura.
Así siguió midiendo en lo alto, sobre varios sectores,
pues el sitio donde debía construir la biblioteca no era fácil debido a las
diversas salientes y ángulos de la pared.
Sus brazos subían y bajaban. Sus anchos pectorales me
fascinaban. Coronados por esos salientes y oscuros pezones, eran de una forma
perfecta. Redondos, turgentes, prominentes, por lo que sus carnes se movían con
cada movimiento de manera atrapante. No tenía aquel hermoso aroma de macho que
había disfrutado en la carpintería, pues esta vez había venido mucho más aseado
y seguramente habría acabado de ducharse minutos antes de venir. Pero, el subir
y bajar había hecho que unas gotas de transpiración chorrearan levemente desde
sus sobacos. Cuando vi eso me empecé a excitar terriblemente. Disimuladamente
me había llevado la mano a mi entrepierna, que comenzaba a crecer.
Yo observaba todo el espectáculo apoyado sobre el filo
de una columna, muy próximo a donde estaba trabajando. En un momento, al tener
que tomar unas medidas por sobre mi cabeza, puso el banco casi enfrente de mí y
se subió. Eso fue increíble, pues de pronto mi nariz quedó a escasos metros de
su paquete. Entonces hacia mí llegó otro aroma. Nuevo. Que no había sentido
aquel día. Venía directamente de sus genitales. Era olor a bolas. Olor a macho.
Mezcla de sudor, de jugos varoniles y de cierta suciedad de horas de duro
trabajo. Una mixtura admirable y tremendamente inquietante. Habría dado ahí
mismo un inconsciente manotazo, pero de pronto, el carpintero bajó rápidamente
del banco.
-¡Listo!
-¿Listo?
-Sí, señor. A ver… déjeme pensar… el lunes vendré a
armarle el mueble, si usted está de acuerdo.
-Entonces, ahora: ¿listo?
-Sí, señor.
-Bueno, está bien – dije volviendo a la realidad - Sí,
sí, el lunes, en tres días estará bien.
-De acuerdo – dijo, guardando el metro y cerrando la
caja de herramientas – cualquier cosa, nos llamamos.
-Sí, perfectamente.
-Hasta el lunes, señor.
-Sí, sí, hasta el lunes.
Inmediatamente, luego de los estragos que habían hecho
en mí tamaña sesión de virilidad, corrí a ponerme bajo la ducha. Dejé correr el
agua casi fría, me desnudé, y calmé mi calentura en el agua. Mi pija estaba
levantada y húmeda. Por lo que tuve que bajarla con una frenética paja.
Inspiración no me faltó en ningún momento, obviamente. Aquella visita había
sido demasiado. Aquel olor, ¡ah, ese olor!, que emanaba de su misterioso bulto,
llenaba todavía mis fosas nasales. Recordé su rostro. Su barba de varios días,
ese aspecto masculino, casi de oso, la mata de pelos negros que salía de cada
uno de sus sobacos, su bulto... comencé a imaginar lo que atesoraba ese bulto
magnífico. Enseguida brotaron dos chorros de semen que se estrellaron contra la
pared. Sin fuerzas, me dejé caer reclinándome sobre los azulejos, sin dejar de
pensar un momento en mi atractivo carpintero.
A los tres días, en un lunes inusualmente caluroso
para esa época del año, el carpintero tocó a mi puerta. Esta vez, curiosamente,
se había adelantado al horario convenido por teléfono. Pero ahora no se había
disculpado.
Venía tan cargado de cosas que tuvo que hacer cuatro
viajes desde la planta baja para traer las maderas del mueble. Se disculpó
tímidamente, aduciendo que él no acostumbraba tener ayudantes porque le gustaba
arreglárselas solo. El pobre cargó todo por las escaleras, subiendo y bajando
los dos pisos y amablemente, en ningún momento permitió que lo ayudase con
algo.
Cuando por fin entró y cerré la puerta tras él, estaba
tan sudado que le ofrecí una toalla y también una cerveza fría.
-Gracias, señor, pero cuando trabajo no bebo alcohol.
Pero sí le aceptaría un vaso de agua helada si no es molestia.
Rápidamente fui a la cocina y le traje el agua con
unos cubos de hielo. Él la bebió ávidamente, mientras yo me perdía nuevamente
en su boca y en la varonil nuez de su cuello que subía y bajaba a cada trago.
-¡Gracias!
-¿Más?
-¡Si, por favor!, es que hoy hace un calor...
Nuevamente, como si hubiera llegado del mismo
desierto, se tragó velozmente el líquido helado, haciendo ruido con su garganta
mientras se secaba el sudor con la toalla.
Enseguida el carpintero se dispuso a trabajar.Yo, que
tenía puesta una remera muy liviana, pantalón corto y sandalias, me acomodé en
el escritorio, frente a la ventana abierta, con el pretexto de hacer un
trabajo, imaginario, claro, pues en realidad aquél era un punto muy estratégico
como para seguir contemplando a mi carpintero.
Esta vez le ofrecí una pequeña escalera, cosa que me
agradeció. Así pasó un rato, armando, encastrando, entarugando, subiendo y
bajando.
Poco a poco, el sudor iba haciendo estragos con mi
pobre trabajador. Por un momento me distraje, mirando algo por la ventana.
Cuando volví la vista a mi carpintero, éste se había deslizado los breteles del
overol, dejando caer la parte superior del mismo debajo de su cintura. Estaba
subido a la escalera con el torso completamente desnudo. Cada tanto usaba mi
toalla para secarse el sudor. Fantaseé con el olor que allí iría dejando, y me
preguntaba cuanto tendría que esperar para oler esa toalla...
Me quedé mirándolo con los ojos bien abiertos. Sus
pectorales apenas tenían vello más abundante en la zona central. Pero sí, la
vellosidad se acentuaba más en su abdomen, que estaba cubierto de pelos oscuros
y abundantes, marcando un camino sinuoso y cada vez más abierto a medida que
descendía.
Él no se percataba del silencioso observador que lo
estaba admirando. Una cosa que yo no podía entender era como su amplio overol
permanecía sujeto a su cintura, sin el sostén de sus tirantes. Pero, a medida
que iban pasando los minutos, y encaramado en lo alto de la escalera con los
brazos en alto, me di cuenta de que la prenda se le había deslizado, ¡sí!, unos
centímetros hacia abajo. Rogué e imploré por que siguiera bajando naturalmente
y me encomendé a Newton cual si fuera el santo de la ley de gravedad. Y por lo
visto, mis oraciones fueron surtiendo efecto, ya que el overol seguía
deslizándose hacia abajo por su propio peso. Así asomó el elástico de su
calzoncillo, que por cierto parecía resbalar con él. Al darse la vuelta, el
pantalón ya estaba tan bajo que la curvatura de su redondo culo se dejó ver
bien claramente. Poco faltó para que apareciera el comienzo de su raya.
No, no era un sueño. Nuevamente giró hacia mí, como si
quisiera enseñarme como esa pelambrera de su panza se transformaba en los
primeros vellos púbicos. ¡Dios santo! ¿Cuánto más iba a poder ver?
En ese momento nuestras miradas se cruzaron y me sentí
descubierto. Noté que él se incomodaba por como lo estaba mirando. ¿Se había
dado cuenta? Sí, seguramente. Él se miró a sí mismo y acomodó un poco su
pantalón, subiéndoselo hasta la cintura. Sin decir una palabra, disimulé un
poco volviendo a mi falso trabajo y él a su biblioteca verdadera.
El carpintero bajó de la escalera bañado en sudor.
-Calor, ¿no? – pregunté, como si no fuera eso una
obviedad.
-Sí, señor, pero no se preocupe, estoy acostumbrado y
no me molesta para nada en mi trabajo.
-No sé como hace, sinceramente. Si hasta a mí, que lo
veo trabajar, me ha dado un calor insoportable – en eso no mentía, claro.
-¿Quiere más agua?
-Si no es mucha molestia...
-¡Por favor... de ninguna manera! ¡Enseguida se la
traigo!
Entonces fui a la cocina y volví con dos vasos de agua
helada. Bebimos. Mientras lo hacía, dejé el vaso en el escritorio y resoplando
más de la cuenta por el calor, me quité la remera, quedando en cueros. Sentí
que el carpintero me seguía con la mirada, algo asombrado por mi gesto, pero,
después de todo, él había hecho lo mismo...
Estuvimos comentando un rato como iba avanzando el
armado del mueble, tema que para mí ya había pasado a segundo plano. Al hacerlo
miré, ya sin tanto disimulo, su torso, sus brazos, observando cada movimiento.
Mientras, me acariciaba el pecho, jugando con mis pelos entre las tetillas, o
acariciando mis axilas, o mi abdomen.
Y entonces me pareció notar que algo de esto lo
turbaba. Claro que no podía estar seguro. Cuando vi que él iba a proseguir, me
animé a decirle:
-Antes de seguir, ¿no quiere pasar al baño a
refrescarse un poco?
Mi proposición cambió de pronto su rostro, en una
mezcla de sorpresa y alivio.
-¡Sí, gracias!, es usted muy amable.
-Pase por acá, por favor. Y siéntase como en su casa.
Le abrí la puerta del baño, pero no tuve más remedio
que dejarlo solo, porque quedarme ahí para mirar como se refrescaba con el agua
fría del lavabo, hubiera sido demasiado evidente. Regresé a mi sitio en el
escritorio, yo también estaba sudando un poco, pero no era totalmente por causa
del calor. Toda la situación de pronto se había vuelto tremendamente excitante.
Cuando pasé cerca de la escalera, vi allí la toalla. Asegurándome de no ser
visto me acerqué unos pasos y la toqué con mi cara, aspirando fuertemente.
¡Sí!, era su olor. Era ese perfume de macho que me había mareado el primer día
en la carpintería. Al sentirlo, mi pija se agitó en un espasmo y empezó a
endurecerse.
-¡Perdón! ¿Sería tan amable de alcanzarme la toalla?
Sobresaltado por su inesperada voz, y rojo como un
tomate, me volví para acercarle la toalla, ya iba a disculparme entre palabras
tontas, pero ante lo que vi me quedé absolutamente mudo. El carpintero había
salido del baño ¡en calzoncillos! Era un bóxer marrón de tela muy ligera con
una abertura por delante sin botones. El bulto seguía allí, pero ahora más
evidente. El conjunto de su semidesnudez se completaba ahora con la visión de
sus piernas, generosas, fuertes y muy velludas. Estaba chorreando agua. El pelo
en desorden y completamente mojado. Las gotas resbalaban por todo su cuerpo y
la tela de su calzoncillo también estaba medio mojada. De sus axilas chorreaba
agua, peinando sus matas de pelos. ¡Habría bebido cada gota!
Estaba descalzo y me miraba muy fijamente. Apenas pude
recobrar el aliento para tartamudear algunas palabras sin sentido. Él me miró,
amagando volver al baño para vestirse.
-¡Espere!, no es necesario que...
-¿Perdón? – dijo enjugándose la humedad en la toalla.
-Digo que no... digo que... quiero decir que puede
ponerse cómodo, con este calor no me imagino cómo puede aguantar ese pesado
overol.
-Bueno, yo...
-Haré que se sienta mejor – le dije, ante su asombro.
Y enseguida traje un viejo ventilador que puse en
funcionamiento. El aire en movimiento acarició su cuerpo que aún estaba húmedo.
Él, sin hablar, me agradeció con una expresión de alivio, cerrando los ojos y
regodeándose con el placer que le proporcionaba. Me sentí como en el cielo,
como si fuera yo mismo el que lo estaba acariciando, no el viento.
-Sí, gracias, esto es maravilloso, se está muy bien
así. Entonces, ¿no le molesta si...?
-Para nada, hombre – dije. (¿Cómo me iba a molestar?
Yo estaba en la gloria.)
Ambos volvimos a nuestros lugares. Miré mi
entrepierna, casi no podía ocultar el bulto que había crecido debajo de mis
pantaloncitos. Por eso volví a mi asiento. Con una mano me tapé, al mismo
tiempo que sentía palpitar mi verga, pujando por salir al exterior.
El carpintero prosiguió su trabajo, ahora en
calzoncillos. ¡En calzoncillos!, No podía creer que estaba a solas con ese
pedazo de macho, que además estaba en ropa interior frente a mí. Iba y venía
casi en pelotas. Su cuerpo era formidable, era increíble que pudiera haberse
combinado tanta masculinidad junta.
Gracias a sus distintos movimientos la abertura de su
bragueta por momentos quedaba abierta más de la cuenta. Mi mirada se metía por
esa preciosa ventanita, pero no llegaba a percibir gran cosa. Adivinaba ahí la
oscuridad de sus pelos, y el calor de su verga.
De pronto se volvió y me dijo:
-Disculpe, voy a necesitar su ayuda.
-¿Ayuda? Sí, claro.
-¿Puede sostenerme este estante?
Yo corrí rápidamente a su lado. Me dio el extremo de
la madera.
-Espero que no le sea muy pesado – me dijo.
-Nada de eso. ¿Así está bien? – le pregunté, haciendo
un esfuerzo por ser útil pero también por mantener mi lucidez ante su
embriagante cercanía.
-Un poco más a la derecha, así, así, gracias.
El aroma de su cuerpo me invadió. Con el otro extremo
del estante en sus manos, acomodó la escalera y comenzó a subir. Tenía que
disponerlo en alto, para lo cual extendió sus manos. Yo observaba atentamente
su cuerpo, con mi erección en evidencia. Pero el carpintero seguía muy
concentrado en su trabajo. Por fin, se detuvo y empezó a encastrar el estante
allí arriba. Entonces quedé con mi cara a la altura de su entrepierna, a muy
poca distancia. Al estirarse un poco más, la bragueta de su calzoncillo se
empezó a abrir, y yo, que no podía dejar de mirar un solo segundo ese
maravilloso hueco, vi todo. La tela se abrió más y entre un colchón de pelos
negros y frondosos, reposaba la verga más suave y gruesa que había visto en
años. La tela iba y venía, siguiendo los vaivenes de su dueño. Su miembro,
asomando y ocultándose, acaparaba toda mi atención. El estante le estaba dando
mucho trabajo, puesto que el lugar donde lo tenía que poner era de incómodo
acceso.
Fue cuando sus movimientos se hicieron más enérgicos y
en uno de ellos, ¡la verga se le salió afuera! Él no se había percatado aún de
eso, por lo que yo tampoco podía decir mucho. Sí, la escena era deliciosa. Él
seguía concentrado en su tarea y la verga, asomando por la abertura del bóxer,
se bamboleaba en cada sacudón. Mis ojos la devoraban. No podía ver sus bolas,
que habían quedado adentro, solo el extremo de su tronco, su glande cubierto y
todo su grosor habían emergido de su escondite.
Por fin, la madera encajó y él exclamó un sonoro
"¡Listo!".
Afirmó el estante y colocó fácilmente el extremo que
yo sostenía en la otra punta del mueble. Al hacerlo me liberaba de mi carga. Y
sin pensar, sin poder dejar de mirar su miembro que me tentaba desde su floja
bragueta, atiné a estirar mi mano para tocarlo, pero el ruido de un martillazo
hizo que frenara mis deseos. Entonces él se volvió hacia mí. Al hacerlo
advirtió mi estado de perturbación. Enseguida reparó en aquello que se había
salido de su lugar y rápidamente acomodó su ropa, metiendo rápidamente su pija
adentro del bóxer.
No dijimos nada.
Pero todo estaba claro.
Él se había dado cuenta perfectamente de que yo lo
estaba mirando. Quizás estaría comprobando que sí, que él me atraía. Si él
ataba todos los cabos: mi mirada, oler su toalla, podría saber que su
contratista estaba muy interesado en algo más que el trabajo.
Siguió sin decir palabra. Entonces lo noté más serio y
callado desde ese momento. ¡También estaba más torpe! Era evidente que estaba
nervioso por algo, y yo creía saber la razón. Las cosas se le caían y buscaba
herramientas perdidas que tenía en la punta de su nariz. La situación se tornó
casi cómica. Fue cuando noté que su paquete se había agrandado un poco más que
antes. Al subirse nuevamente a la escalera, con las manos ocupadas en su
trabajo, me situé cerca de él, siguiendo la parodia de observar interesadamente
su trabajo. Él estaba muy turbado. Sudado, acalorado.
Me concentré en su bulto.
Era indudable.
Estaba experimentando el comienzo de una erección.
Fue un momento sublime. Él se acomodaba la abertura,
intentando mantener dentro lo que incontrolablemente quería estar fuera, y su
incomodidad iba en aumento por tratar de bajar lo que inevitablemente quería
subir, pero, cada toque ahí, empeoraba la situación.
Los dos estábamos con tremendos paquetes, yo lo
miraba, él intentaba reconcentrarse en el trabajo. Pero ya nunca pudo hacerlo.
Mientras afirmaba un lado del estante, su bragueta se
abrió, empujada por la presión, y su verga salió disparada al exterior otra
vez. Pero ahora estaba dura a más no poder. Yo lancé un pequeño gemido de
estupor, no pude contenerme más, y sin pensarlo un minuto estiré mi mano y
apresé ese carajo enseguida.
¡Entonces el carpintero saltó hacia atrás en un
reflejo de puro pánico y fue a dar con toda su humanidad al piso! Cuando fui a
socorrerlo, temiendo que se hubiese hecho daño, empezó a gritarme:
-¿Pero qué está haciendo? ¿Está loco? ¡Déjeme!
¡Aléjese!
-Pero...
-¡Pero nada! ¿Por quién me ha tomado?
Y entre gritos, agitado y furioso se levantó y fue a
buscar sus ropas, que vistió en un segundo.
-¡Yo me voy! ¡Agarro mis cosas y me voy! – gritó
agitado y confuso - ¿Pero qué se ha creído?
Yo no atinaba a decir nada, estaba atónito. Seguí toda
la escena mudo y con los ojos abiertos por la sorpresiva reacción ¿Tanto me
había equivocado? ¿No debía interpretar esa furiosa erección como una
invitación? El carpintero, dirigiéndose a la puerta rápidamente, tomó su caja
de herramientas y me gritó:
-¡Búsquese a otro para que le termine el trabajo, pero
búsquelo bien, porque conmigo se equivocó! ¡Yo no soy ningún puto!
Cuando ya estaba saliendo, se detuvo de pronto, dio la
vuelta violentamente y me apuntó con su índice:
-¡Porque usted es... usted es... un degenerado!
El portazo fue contundente. ¡Cielos!. Era evidente que
me había equivocado. Y mucho. Me quedé un rato paralizado en medio de los
estantes sin colocar, la escalera y... ¡su toalla en el piso...! Al verla, bajé
la cabeza y me observé la entrepierna. Aún tenía mi pija en alto, dura y
latente. ¡Y una frustración como pocas…!
Así, caliente y frustrado, no tuve más remedio que ir
al baño y, como la primera vez, dejar correr el agua casi fría. Me desnudé. Mi
verga salió de su prisión permaneciendo erecta y, como nunca, deseosa de atención.
Me metí al agua, sintiendo como su frescura apaciguaba poco a poco mi
agitación, mi sorpresa y mi ardor interno. Estuve un largo rato así, con los
ojos cerrados. No podía sacarme de encima la imagen de mi carpintero. ¡Qué
lástima! Me parecía increíble que un hombre pudiera tener tanto miedo a sentir
lo que a veces es inevitable entre dos machos. Aunque de todos modos, era
perfectamente comprensible. Pero así había sido: algo fuerte e inevitable.
Mi verga fue descendiendo, pero me quedé un poco más
en la ducha, sintiéndola correr por todo mi cuerpo.
Entonces escuché que llamaban a mi puerta. ¿Sería
posible que...? Rápidamente salí del agua, me envolví en una toalla y abrí la
puerta.
Sin poder dar crédito a mis ojos, allí tenía a mi
carpintero en el umbral con una tierna seriedad mirándome a los ojos. Y cuando
empezó a hablar su vista fue bajando hasta el piso.
-Eh, yo... quería decirle, que... bueno, disculpe,
espero que no se haya ofendido.
Yo estaba empapado, sólo con la toalla envuelta sobre
mi cintura. El carpintero dejó su caja de herramientas en el piso, cerró la
puerta y me volvió a mirar.
-Mire, creo que a veces… reacciono mal…
-Creo que me di cuenta de eso.
-Pero, no soy mala persona...
-También me di cuenta de eso – sonreí.
El hombre hizo una pequeña mueca a modo de sonrisa,
bamboleando la cabeza y mordiéndose apenas el labio inferior, siempre con la
vista en el piso. Comprendí que estaba muy incómodo y avergonzado, cosa que
agrandaba más aún su atractivo. Sus ojos, lentamente, se percataron de que yo
estaba solo cubierto por una toalla. Entonces no pudo ya apartar su vista de mi
bulto, que empezaba a cobrar vida.
-Eh...yo.... lo que le dije cuando pegué el portazo...
yo...
Él seguía mirando mi entrepierna. Y yo seguía
empalmándome.
-Que… nada... – continuó balbuceando - que a veces me
pongo un poco temperamental, y le quiero pedir disculpas. Y yo... yo...
-¿Sí? Usted me quiere decir algo más.
El carpintero se rascó la cabeza, miró para arriba,
sonrió nerviosamente y no sabía cómo proseguir.
-Pero está transpirando – le dije - ¿No quiere secarse
un poco?
Entonces él avanzó como para ir a buscar su toalla que
estaba en el piso, pero yo lo detuve enseguida.
-¡No!, déjela, esa está sucia, aquí tiene la mía.
Y desanudándome la toalla de la cintura me acerqué
hacia él, dándosela. Él la tomó, temblando y mirando mi total desnudez, pero yo
no retiré mi mano, acompañando la suya que se había llevado la toalla al
cuello. Entonces él bajó sus brazos y entendí que se estaba rindiendo,
entregándose a mí.
Con la toalla en mis manos fui enjugando el sudor que
le caía por el cuello, por la cara y la frente. Algo me decía que esta vez no
estaba sudando por el calor. Mi sexo se había levantado rápidamente y estaba
apuntando nuevamente hacia arriba, desafiante y palpitante. Yo continuaba
secándolo y acariciándolo con la blanca toalla. Vi como él cerraba los ojos,
intentando decirme algo. Entonces pude advertir como ese hombre libraba en su
interior una suerte de batalla. Pero era evidente que la estaba perdiendo.
En total silencio, tomé los tiradores del overol y los
deslicé suavemente hacia los costados. Él me ayudó quitando sus brazos de ellos
y dejando que la parte superior del overol colgara. Su hermoso pecho desnudo
estaba frente a mí. Con la toalla, siempre muy lentamente, fui secando,
acariciando su torso, deslizándola por entre esos espléndidos pectorales,
deteniéndome en sus duras tetillas. Le pasé la toalla por el cuello y la dejé
colgada un instante en sus hombros.
Tomé el overol y empecé a quitárselo. Él, sumisamente,
respondía sin resistencia a mi tarea plácida y casi tántrica de desnudarlo.
Cuando el overol cayó al piso, contuve mi ansiedad para no abalanzarme sobre su
abultado paquete debajo del calzoncillo. Tomé el bóxer por el elástico y
comencé a bajarlo. La verga, dura como estaca, se disparó pegando fuertemente
contra su abdomen. Las prendas habían quedado en el suelo alrededor de sus
tobillos. El carpintero, con un movimiento de sus pies, se descalzó y los
levantó para quedar completamente libre de ropas.
Ahora los dos estábamos desnudos.
Él continuaba con los ojos cerrados. Continuaba
temblando, pero estaba excitado a más no poder. Tomé suavemente la toalla que
había dejado en sus hombros y seguí secando su cuerpo, con una infinita
lentitud y cuidando que la menor secuela de confusión o vergüenza apareciera en
mi excitado hombre. Fui bajando hasta llegar a su verga. La rodeé con la toalla
y empecé a frotarla lentamente. Sentí que poco a poco él se iba confiando a mí
en un exquisito abandono. Entonces él abrió los ojos, me miró apasionadamente y
tomando la toalla en un suave forcejeo, la apartó, tirándola al suelo.
Me tomó la cara con una mano, me acarició levemente la
mejilla con su dedo pulgar y acercó su boca a la mía.
Nos besamos casi rozándonos, sólo apoyando los labios
uno con el otro. Luego yo intenté abrir un poco la boca. Él me respondió.
Avancé apenas con mi lengua y recorrí tenuemente la comisura de sus labios. Él
abrió aún más la boca y se animó a responderme con su lengua. Abrí mis labios, como
dándole paso, y él metió la lengua dulcemente. Reconocimos nuestros sabores por
vez primera y empezamos una lucha sublime de movimientos linguales,
succionando, chupando y lamiendo con total avidez.
Él me rodeó con sus brazos musculosos y me atrajo hacia
sí. Nuestros falos se encontraron y se entrelazaron compitiendo en rigidez. Con
las manos me agarró las tetillas y empezó a frotarlas, pellizcarlas y
acariciarlas. Todo el placer que me producía me hacía exclamar gemidos que él
recibía dentro de su boca. Un rato largo estuvimos así, hasta que me puse de
rodillas frente a él, quedando mi cara frente a su poderoso miembro. Su olor me
invadió (¡otra vez!) y me hizo tambalear, hundí mi nariz en su matorral de
pelos púbicos y respiré hondo. Era una verdadera delicia sentir tanto olor a
macho. Miré detenidamente ese tronco que emergía de esa selva frondosa donde
los pelos eran largos, negros y gruesos. La verga estaba durísima y alzada en
una ligera curvatura ascendente. Descapullada completamente me ofrecía un glande
redondo, rosado y brillante. La pequeña hendidura en su punta chorreaba gotas
transparentes y por debajo, las bolas, que se agitaban envueltas en una maraña
de pelos ensortijados, se endurecían y se contraían. Era una tranca rara por su
grosor. Se afinaba en la punta, pero la base, inusualmente ancha, formaba con
sus bolas una sola forma homogénea.
Entonces abrí a más no poder mi boca para engullirme
ese trofeo. Al hacerlo, mi amigo aulló con un gemido ronco y viril. Empecé a
bombearlo con mis labios, recorriendo y ensalivando toda la extensión de su
sexo. Lamí sus bolas, eran tan grandes que tardé bastante en empaparlas
totalmente con mi saliva.
El carpintero estaba en la gloria. Gemía y casi
gritaba, loco de excitación. Sentía su pija corcovear en el interior de mi
boca, como si fuera a explotar en cualquier momento. No pudiendo resistir, el
carpintero cayó al piso. Me abrazó, y al atraerme hacia él, los dos caímos
sobre la breve alfombra, donde se puso encima mío y me tapó la boca son la
suya.
Era una delicia tener a ese hombrote sobre mí,
taladrándome con su lengua y sintiendo nuestras vergas entablando un duelo
constante. Los hirsutos pelos de su abdomen, que eran duros, raspaban el mío,
encontrándose con mis vellosidades un poco más suaves. Sentía el enorme peso de
ese gran macho, pero no me disgustaba. Me sentía aprisionado, en una prisión de
la que nadie hubiera querido liberarse. Su lengua salió de mi boca para seguir
lamiendo mi cuello. Del cuello bajó a mi pecho. Sorbió y degustó ahí mi vello y
mordisqueó uno a uno mis enhiestos pezones. ¡Ah!, ¡esa lengua! Rodeaba mis
pezones para atraparlos luego entre sus dientes a punto de otorgarme, en la
presión de la mordida, una dulce tortura; y por fin lamerlos sumisamente antes
de llegar al umbral mismo del dolor. Eso me ponía loco. Lo tomé por la cabeza
sintiendo su cabello húmedo entre mis dedos. Él siguió bajando con su lengua en
constante actividad. Así llegó a mi abdomen. Introdujo su lengua en mi ombligo
y continuó por todo el sector. Entonces se incorporó un poco y miró bien mi
verga.
Me miró por un instante a los ojos.
Luego los enfiló hacia mi miembro. Lo tomó con su mano
sintiendo su dureza. Lo examinó con una enloquecedora sensualidad, tocando mis
bolas, explorando y dándole pequeños sacudones que lo hacían endurecer más aún.
Entonces lo tomó ajustando su mano por la base de las bolas y lo dejó enhiesto
y levantado como un mástil. Abrió su boca y lentamente, con una parsimonia que
me llevó a los límites de la inconsciencia, sacó su lengua a unos centímetros
del glande y dejó caer sobre él unas gotas de su cálida saliva. Sentí cuando
ésta cayó, respondiendo con un sacudón de mi verga. Repitió esto varias veces,
hasta que mi tronco estuvo completamente lleno de saliva. Entonces acercó la
lengua a la punta y lamió todo en derredor. Creí morir. Me arqueé de placer y
gemí incontroladamente. Pronto se había engullido mi pija en toda su extensión.
Yo sentía como me saboreaba. Estuvo un tiempo largo chupando y succionando
todo. El placer era indescriptible y nada quedó sin ser lamido, verga, bolas,
pelos...
Después me tomó por las piernas y, alzándolas por
sobre sus hombros hizo que mi ano quedara a merced de su boca. El carpintero
devoró mi culo, entre mis aullidos entrecortados. Su lengua me penetraba y
lamía alternadamente los costados de mi agujero. Sentía esa barba crecida y
rústica en mi ojete como un cepillo áspero y acariciante a la vez. Entonces
giré y mientras él continuó chupándome la verga, yo atrapé con mi boca la de
él, formando un violento 69. Nuestros movimientos se aceleraron más, nuestras
respiraciones se agitaron, tragábamos nuestros jugos, pelos... y nos lamíamos
por entre los ojetes, la entrepierna... y cuando tuvimos ambos arietes en
nuestras bocas, no pude contenerme más y le hice entender que iba a acabar.
Pero él no me dejó sacar mi pija de su boca. La agarró con las manos y la
bombeó sosteniendo la punta entre sus labios. En medio de un espasmo
impresionante sentí que estaba por eyacular. Y justamente en ese momento, su
verga empezó a estremecerse. También era su momento. Sin poder aguantar más, me
derramé dentro de él en una explosión orgásmica increíble... y casi al mismo
tiempo, un chorro caliente fue a dar contra mi garganta, inundando luego mi
boca con repetidos derrames.
Nos separamos rápidamente y buscamos nuestras bocas
para besarnos. Nuevamente las lenguas se encontraron entre el mar de nuestros
propios líquidos. El espeso semen se desbordaba de nuestras bocas volcándose
por nuestros cuellos y pechos, que subían y bajaban violentamente por la
agitación.
Nos abrazamos tiernamente, recostados en el suelo, y
sin dejar de besarnos nos fuimos serenando.
Entonces le sonreí y le pregunté cómo se sentía.
-Me siento muy bien – me dijo todavía con el aire
entrecortado – y quiero decirle que esta es mi primera vez con un hombre. – rió
– ¡aún no lo puedo creer!
-Sí – contesté – lo supuse por como temblabas en mis
brazos. Pero ¿seguro que estás bien?
-Estoy muy bien. Usted me gusta mucho. Y...
-¿Y qué?
-...Y cuando le dije que se buscara otro carpintero,
no lo decía en serio... Hoy no podría – dijo incorporándose – pero le prometo
que mañana le voy a terminar la biblioteca.
Sonreí de pura ternura.
-Está bien – le contesté – pero... ¿porqué no me
tuteás?
-Sí, sí, de acuerdo, pero... permítame que vaya de a
poco. Son muchos cambios para un solo día...
Y el carpintero, ocultó su cara en mi pecho.
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