Hoy me encontré con Jorge.
Es increíble que en todos estos años nos hayamos visto
tan poco.
Jorge fue mi primer gran amor.
Él nunca se enteró. Y si se enteró, yo jamás me enteré
de que se hubiera enterado, claro está.
Está igual. ¿Un poco más pelado? No. Fui yo el que
perdió el pelo. Él mantuvo sus grandes entradas, su peladilla atrás, tal cual
como antes… siempre fue así, si hasta todos lo cargábamos porque iba camino a
ser el pelado del grupo muy pronto… no, está igual…y … ¿tal vez está algo canoso?,
¡tampoco! Increíble. Me parece mentira que desde aquel tiempo, el de sus 22 y
de mis 18, aún lo vea casi idéntico a cuando perdí la cabeza por él, hace más
de veinte años, en aquella clase, cuando ambos éramos estudiantes en la
facultad.
Jorge.
Jorgito, como todo el mundo te llamaba entonces y
ahora.
Cuánto te amé.
Exactamente por el lapso de dos años.
Dos años. Carajo. Mucho después, en mis otros
enamoramientos, repetí esa misma “extensión” en la duración de mis pasiones,
creyendo -por alguna estúpida razón pseudo psicoanalítica de bar trasnochado-
que mis ciclos amatorios no se extendían más que por dos años. ¡Ay, esas
estúpidas creencias! Al cabo de esos dos años ¡pluf!, el amor desaparecía como
por un designio maligno… lo veía venir… sí, iba despareciendo poco a poco… y yo
me decía: “Claro, ya sé de qué se trata: es el fin de mi ciclo amatorio, dos
años, clavado”. Ciclo amatorio, ¡qué pelotudez!, pienso ahora.
Lo cierto es que después de aquella primera vez, me
enamoré… ¿a ver?: una, dos, tres, cuatro, cinco… sí, cinco veces. Hubo cinco
hombres en mi vida y de todos ellos me enamoré irracionalmente. Dos de ellos
fueron amores no correspondidos. Y el que tuve por Jorge, además de no
correspondido: imposible.
Y fue la primera vez que me enamoré, recién salidito
de la secundaria e ingresado a la universidad. Enamorado sin remedio, sin
haberlo buscado, sin haberlo presentido o sospechado, sin poder evitarlo. No
entendía nada. Sólo estaba loco de amor. No caminaba, flotaba ¿Qué era eso? No,
no lo sabía. Cuando pasa algo así por vez primera en la vida de alguien… es
todo insondable, es un misterio. Y en mi caso fue el goce supremo unido a la
tortura de saber que ese sentimiento nunca saldría a la luz ni se haría
tangible, y la actitud casi masoquista de lamentarse por ello sin querer
abandonar esa elegía trágica por nada del mundo. Dulce tormento. Por aquellos
días, esas dos palabras -favoritas- eran para mí bien conocidas. El comienzo
fue inesperado. Recuerdo que de un día para otro… me sorprendí a mí mismo
mirando inevitablemente a Jorge en aquella aburrida clase de la facultad,
primer año. Entonces me dí cuenta que desde ese momento no iba a poder dejar de
pensar en él ni un solo día de mi vida. Pensé que eso sería para siempre, tal
era el metejón que tenía, pero, como dije antes, fueron dos años.
Jorge era mi amigo. Eso decía él, eso pensaba yo, y
ambos (o yo, solamente), supimos después que todo eso no era así en realidad.
Creímos ser amigos. Años después comprobé que la amistad es algo mucho más
espinoso. Es más, pensé en eso detenidamente hace unos años en una de las pocas
veces que recordaba a Jorge, y lo corroboré después del encuentro de hoy.
Mi atracción por él era la de un adolescente admirando
a alguien mucho mayor -en el sentido madurativo- y sintiéndose protegido como
quien busca cierta imagen paterna. Me quiso mucho. Fue adorable. ¿Cómo no
amarlo? Yo era el más joven de los estudiantes, muy perspicaz, pero aislado,
tímido, algo nerd, un bicho raro por donde se me hubiera mirado… y Jorge estaba
siempre ahí, por alguna razón me había “adoptado”, me alentaba en mi carrera,
lo fascinaba mi audaz y atolondrado talento juvenil, y yo, gracias a él, empecé
a formar parte de un grupo de amigos muy populares, los más inteligentes y
notorios de la promoción.
¿Cómo no amar a Jorge?
Todo el mundo lo quería. Pero yo me jactaba
internamente de amarlo por encima de todos sus afectos. Sí, estaba seguro que
nadie lo iba a amar como yo.
Amé su rostro, su cuerpo, sus manos, su risa, su
manera de hablar, caminar, pensar, su rostro serio, sus distintas expresiones
que eran siempre objeto de mi fascinado estudio, su rostro eternamente
simpático y sonriente, amé los vellitos de su pecho deseado que de ninguna
manera me eran indiferentes… y también amé llorarlo todo aquel año en el que
había ido a estudiar a México… ¡cómo lo lloré!… cómo me hostigó su ausencia… y
en esos días, amé también a su familia, que comparada a la mía, me parecía
salida de un tratado básico de “familia perfecta”, madre, padre y hermana que
veían en mí al mejor amigo de su hijo, y entonces, agradecido por ese lugar
otorgado bien por afecto o por cumplido al menos, yo los visitaba por
cualquier estúpida razón.
Al correr los años, fuera ya de ese amor digno de un
Werther, aquellos momentos en que me acercaba a su casa sólo por sentir el aura
que él había generado allí, los fui reconociendo como hechos vergonzantes.
Pero… ¿por qué será que todo lo que fue, todo lo que
uno sintió, esas miradas eternas, esos temblores internos cuando su mano me
rozaba accidentalmente, ese latir acelerado cuando él llegaba, las esperas, las
búsquedas de estar con él, los instantes forzados para que eso sucediera… todas
esas conmociones… por qué cuando el amor se disuelve, se pierden para siempre,
como si se perdiera definitivamente un olor conocido que jamás se volverá a
sentir?
Yo sentí todo eso. Y como fue la primera vez que eso
llegaba en mi vida, lo sentí de una manera tan increíble, que algo -sólo algo,
tampoco estoy pidiendo mucho- tendría que haber quedado en alguna parte de uno,
aunque más no sea como un vaho, un sutil rastro en la piel, en el corazón, en
el alma.
Pero no. Hoy, cuando él se me acercó corriendo hacia
mí, sonriente, con su mismo tono de voz, con esa mirada franca y dulce, lleno
de ese cariño que siempre me tuvo… y cuando nos abrazamos… y nos hicimos
bromas, y nos preguntamos por nuestras vidas…. fue notable: nada, absolutamente
nada de esas antiguas sensaciones, tan primarias, tan asociadas a esas primeras
matrices de experiencias profundas dentro de mi mundo interno, de mi
sexualidad, de mi vida. Nada, nada había quedado.
Vi ante mí a una persona completamente extraña. Lejana
de mí. Éramos dos hombres sin unión ni conexión alguna. Ningún vínculo, ninguna
sujeción, atadura o reciprocidad había ya entre nosotros. Un saludo sincero. Y
qué poca cosa me pareció eso.
Franco
No hay comentarios:
Publicar un comentario