Southampton,
Enero de 1857 (de un Diario Personal de Viaje)
Estamos a bordo
del magnífico vapor El Tamar que nos conduce a Río de
Janeiro. El Tamar se encuentra desde ayer en la rada exterior
y hemos venido hasta él en un pequeño vaporcito. El día está triste y lluvioso.
A las tres nos ponemos en marcha, pero dos horas más tarde la niebla nos obliga
a detenernos. Ya entrada la mañana la bruma se disipa y estamos otra vez en
camino. Pero el mar se muestra muy agitado y el oleaje aumenta de hora en hora
hasta que se desencadena un terrible huracán. Durante dos noches andamos de un
lado a otro entre un oleaje furioso de violencia inaudita. La tripulación se
mantiene continuamente ocupada en la maniobra.
El capitán y su segundo no abandonan ni por un momento
el puente de mando. Tan terrible es el viento que los marineros inmersos en las
maniobras se hallan sujetos por cuerdas y cadenas para no ser barridos por las
olas.
Un marinero baja para asegurar las escotillas y lo
interrogo, lleno de inquietud, sobre la verdadera situación en que nos
encontramos. Only wind by the side..., me responde flemáticamente.
Veo las amenazantes montañas líquidas a través de la portilla y la desazón
invade cada fibra de mi humanidad.
Una ola llega y nos levanta, con dos o tres golpes
consecutivos, a una considerable altura para arrojarnos hacia el fondo de un
precipicio. El agua se desploma sobre el puente, encima de nosotros, con un
ruido sordo y siniestro que nunca olvidaré. En medio de los ruidos crujientes
de las paredes del buque, ordeno que mantengan a las niñas vestidas de día y de
noche y listas para no perder un instante cuando las circunstancias lo exijan.
Lina, mi esposa, y la mucama se muestran muy animosas y están todo el tiempo
con buena disposición.
Mi camarote está contiguo al del Capitán y también al
de otro pasajero que viaja solo, el Señor Ashton, un hombre de unos 35 años del
que sabemos poco y nada, tan callado es. La tempestad comenzó el viernes por la
noche y dura todavía en la noche del lunes al martes. Se han descompuesto las
máquinas del barco, está roto el timón, y se ha abierto una vía de agua, por lo
que las bombas funcionan todo el tiempo. El Capitán hace preparar las lanchas
de salvataje. Pero, según dicen las gentes de oficio, no podríamos tampoco
desembarcar y aprovechar ese último medio de supervivencia. Un contramaestre
muy resuelto, arriesga la vida por nosotros: desciende sujeto a una cuerda
deslizándose a un costado del buque para reajustar el timón lo mejor posible
con unas cadenas. Después despliegan las velas y tratan de seguir una derrota.
Subo a una de las cubiertas para ponerme a disposición
del Capitán para lo que fuera necesario. Y allí, en un rincón del pasillo,
calado hasta los huesos, temblando más de miedo que de frío, me encuentro cara
a cara con el Señor Ashton que me mira horrorizado.
-¡Vamos a morir!- grita.
Lo miro alarmado, tal es lo desencajado de su
expresión. El capitán, que ha advertido la escena mientras ayuda a socorrer al
contramaestre de las aguas, me grita:
-¡Señor Beck, encárguese de este hombre y llévelo a su
camarote
-¡Venga conmigo, Señor Ashton! – grito tomándolo de
los hombros. El hombre está paralizado por el pánico y a duras penas logro
conducirlo al camarote. Me encuentro con mi esposa que me mira con ojos
interrogantes. Le digo rápidamente que cuide a las niñas y le informo que tengo
que encargarme de ese pasajero. Al ver su rostro angustiado le digo para su
tranquilidad que han conseguido asegurar el timón, y que espere junto a las
niñas en el camarote. Ella, con una leve sonrisa, me mira y asiente cerrando la
portezuela tras de sí.
Sosteniendo cada vez más fuertemente al Señor Ashton,
entramos a su camarote hecho un completo caos. Supuse que habría estado tan
atemorizado que el recinto había sido como una jaula para él. Cierro la puerta
tras nosotros y miro nuevamente al hombre para cotejar su estado y ver si está
herido. Pero no hay de qué preocuparse, solo tiene una crisis de nervios.
-¡Vamos a morir, vamos a morir! – repite fuera de sí.
-¡Cálmese, Señor Ashton! ¡No vamos a morir, pronto
atravesaremos con éxito esta tempestad, ya verá usted! ¡El capitán me ha
informado que despliegan las velas aprovechando que el temporal ha menguado un
poco!
Pero el hombre sigue sin reaccionar, ausente. Está
completamente mojado y tiembla en mis manos. Voy por unas toallas y
empiezo a secar su cabeza. Esto parece calmarlo y, por primera vez, de su
rostro desaparece esa mirada pávida. Sus grises ojos son bellos y rodeados de
largas pestañas. Su boca, enmarcada en unos bigotes generosos, trepida aún de
frío y de conmoción. Sus ropas chorrean, por lo que decido que es mejor
quitárselas.
Comienzo a desnudarlo. Él parece más calmo y no deja
de mirarme sumisamente. Si bien no tengo muchos años más que él, en ese
momento me parece estar tratando con un niño. Afuera ruge la tormenta. Los
ruidos y vaivenes del mar que azotan la embarcación nos hacen tambalear. Pero
él parece más tranquilo y es evidente que mi presencia contribuye a ello.
Aflojo su corbata, le quito la chaqueta y también la
camisa. Su torso fuerte y escasamente velludo absorbe el resplandor de las
lámparas. Brillan a la luz los finos y claros pelos que acarician su piel
blanca. Enseguida su pecho atrapa mi atención. Me asombro de mí mismo por tener
esta actitud. Me sonrojo un poco, pero creo que el Señor Ashton no ha advertido
nada. Definitivamente hay algo en su esbeltez, en la forma generosa y redonda
de sus rosados pezones, que hace que mis pensamientos se desvíen a lugares
insospechados por mí.
Pero es una noche extraña y todos los hechos que
suceden en ella también lo son.
Desciendo mi mirada y desabotono las aberturas de su
pantalón. El hombre contribuye con sus movimientos a facilitarme la tarea. Me
pongo de cuclillas para quitarle las botas y despojarlo por completo de los
pantalones aún enredados en sus tobillos. Mi cara queda a la altura de su
pelvis, apenas cubierta por un calzón blanco y también empapado.
Entonces capto las formas que se traslucen a través de
la blanca tela. Un bulto considerable y voluminoso me atrapa irresistiblemente.
La humedad de la textura, denota unos genitales generosos. El Señor Ashton
lleva sus manos a la prenda y lentamente empieza a despojarse de ella. Yo trago
en seco, sin poder dejar de mirar lo que aparece a escasos centímetros de mis
pupilas. Una suave mata de pelos claros y cerrados tapizan el pubis que va
asomando lentamente. En unos segundos, el calzón queda en el piso, y frente a
mí, el pene del Señor Ashton se bambolea como las olas del mar. Advierto que está
circuncidado y el mismo color de los pezones, un rosa suave y pálido, recubre
toda la superficie del perfecto glande. Una vez liberado, el miembro comienza a
latir, y ya se levanta separándose de los testículos, grandes y arrugados.
Me quedo con la boca abierta. Estoy excitado, y
también estoy asustado por sentirme así. Todos los valores que poseo gracias a
mi severa educación en los establecimientos educacionales más prestigiosos,
quedan jaqueados en ese mismo momento. Siento la tensión en el aire, y otra
tormenta se desata, la de mi interior. Estoy inflamado en deseos. Y a duras
penas puedo creer que yo, Charles Beck, después de una vida virtuosa y llena de
logros personales, en medio de este viaje a Sudamérica lleno de objetivos
impulsados por mi fervor de colono agrícola, tenga esa clase de deseos. Son
deseos prohibidos.
Sólo alcanzo a ponerme de pié y evitar la mirada del
Señor Ashton. Éste me toma de los hombros, y ahora soy yo el que tiembla.
-Gracias – me dice en voz baja.
-¿Por qué?
-Por haberme acompañado. Ya estoy más calmo. No sé que
me pasó. Pero supongo que después de tantos días de incertidumbre, perdí el
control. Le pido disculpas.
-No se preocupe, Ashton, todos estamos muy mal esta
noche. Y todas estas noches. Pero si ya está usted mejor y me lo permite, me
retiro.
-¡No!, ¡por favor, no se vaya! No de deje solo, no
aún.
-De acuerdo, me quedaré un rato más – le digo,
poniendo la toalla sobre sus hombros.
-Pero, está usted temblando... – me expresa con tono
de preocupación.
-No es nada...
-¡Se está helando! Será mejor que se quite esa ropa,
usted también está empapado.
Un nuevo movimiento del mar hace que mi reflejo sea el
de agarrarme del barral de la litera. Ashton se abalanza contra mí, empujado
por la sacudida. Ahora el barco recobra algo de estabilidad, me mira y yo no
aparto esta vez los ojos de los suyos.
Entonces tira de mi corbata de lazo y la afloja
quitándomela. Intenta secar mi cara con la toalla que lleva alrededor de su
cuello. Yo finjo no darme cuenta de su descarada desnudez, pero estoy extasiado
y temeroso a la vez, es decir, varias emociones se agolpan dentro de mí. Me
quito la chaqueta que chorreaba agua y él comienza a ayudarme con los botones
de mi chaleco. Nuestros movimientos se apresuran a coordinarse entre sí, con su
ayuda me desprendo e la camisa y pronto quedo desnudo de la cintura para
arriba.
-Quítese toda la ropa, no querrá pescarse un
resfriado, Señor Beck.
Obedezco. Me quito el calzado y lo que me falta para
quedar desnudo. Tomo una toalla y empiezo a frotarla contra mi cuerpo. Ashton
me mira muy fijamente y no pierde detalle de mis movimientos. Yo miro cada
tanto hacia su entrepierna, y ahora me doy cuenta de que su pene ha crecido
bastante. Ha perdido movilidad aunque no está del todo erecto. Esas
vertiginosas visiones me afectan a tal punto, que yo mismo empiezo a
experimentar una erección. Oculto mi sexo con la toalla, pero ese contacto
parece empeorar las cosas. Es cuando Ashton toma mi toalla y ordena que me
siente en la litera.
Me siento, aliviado porque de esa manera se notará
menos la rigidez de mi pene. Él queda frente a mí, de pie, y otra vez tengo
frente a mi cara la descomunal columna de carne que se agita despaciosamente en
el aire. Con la toalla me frota la cabeza para secarme el cabello. Me abandono
a esa sensación tan placentera a tiempo que puedo ver, sin ser visto, cada
detalle de sus genitales.
Obviamente ya había visto hombres sin ropas alguna vez
en mi vida, pero nunca un miembro en erección, por lo que ello me parece
totalmente extraño, nuevo y asombroso. Ahora esa erección está en su máximo
punto. Parece el palo mayor de El Tamar. No ha cobrado anchura,
pero sí mucha longitud. Por debajo cuelgan dos pelotas flácidas y velludas. Los
rizos de su vello brillante, las venas que recorren todo el mástil, la humedad
que recubre ese hinchado glande... todo eso, es una fascinación nueva para mí.
Una enésima ola se estrella contra las paredes del
buque, y yo me pongo de pié, alarmado. Mi erección queda en evidencia total.
Ashton reacciona instintivamente y me abraza como un reflejo a la sacudida del
barco. Nuestros cuerpos desnudos chocan y sus brazos me rodean por la espalda.
Me siento totalmente embarazado, pero paradójicamente, es delicioso sentir
sobre mí una piel tan suave.
-Señor Ashton, por el amor de Dios, un poco de
compostura – balbuceo con una agitación evidente.
-No, amigo, esta noche, no se puede tener
compostura...
Lo miro azorado, totalmente sorprendido por una
respuesta de esa naturaleza.
-¿De qué habla?, por favor, apártese, Ashton...
Pero, hablándome más pausadamente, y como si se
tratara de una confesión solo hecha a alguien muy cercano, continúa:
-Cierre los ojos, Señor Beck. En esta noche, a merced
de los elementos, sin saber lo que pasará con nuestras vidas, será mejor que
cada uno se deje llevar por lo que realmente siente – y diciendo eso, toma mi
cabeza y acerca sus labios a mi boca.
-¡No, Ashton, por lo que más quiera! – le grito,
retrocediendo.
-No me niegue en este momento lo que quise hacer toda
la vida, Señor Beck...
-Pero ¿Cómo se atreve, Ashton? ¡Usted está loco!
-¡Sea!, ambos lo estamos, entonces. Sé que usted
alguna vez también quiso experimentar esto que todo el mundo prohibe... ¿O me
lo va a negar?
-No siga... – decía yo presa de una resistencia
ilógica, ya que mi miembro me dolía a causa de la erección.
-¿Que no siga? Si nos detenemos, tal vez nunca sepamos
lo que se siente, Beck... y hoy puede ser la última vez que tengamos esa
oportunidad – me decía sin soltarme.
-Deténgase, se lo suplico. ¡Entre en razón, Ashton!
Prometo que en otra ocasión....
-Puede que no haya otra ocasión, Señor Beck ¿no lo
entiende?
Me quedo estupefacto. Mi mente se niega a aceptar que
él tiene razón. Pero en mis adentros constato que la tiene de una manera
contundente. Para no caer me sostengo de la litera, espantado y resistiéndome
aún a ese torbellino de sensaciones. Callo y me limito a mirar a Ashton.
Entonces él se acerca más y más.... y nuestras bocas se unen. Mi tupida barba
se funde son su bigote, causando una loca estimulación para mi deseo que ya no
logra retroceder. El beso de otro hombre. ¡Una verdadera aberración!, pienso
alarmado. Pero ya no me resisto.
Las manos de Ashton sueltan la toalla para refugiarse
directamente entre el espeso vello de mi pecho. Le llama la atención que yo sea
tan peludo, me devora con su vista y me toca una y otra vez por toda la región,
peinando, revolviendo y entrelazando mi pelambrera pectoral. Mis pensamientos
revolucionan mi interior. Estoy besando a un hombre ¡y lo disfruto! A pocos
metros – pienso – se encuentran mi esposa y mis hijas. Mi mente rastrea toda mi
vida y es como si todo se moviera también a merced de la tormenta.
Siento un impulso ineludible de llegar con mi boca
hasta su pecho. Tomo con mis manos uno de sus pectorales. Es una carne
turgente, abundante y de piel rosásea. Los jóvenes y tersos pezones se
endurecen ante mi tacto, y, torpemente, devoro con mi boca todo el contorno.
Ashton se estremece cuando siente mi nerviosa lengua sobre esa zona tan
sensible. Me toma del cabello y me atrae a su pecho con una fuerza arrolladora.
Mi pene roza su muslo y a la vez siento el suyo entre las vellosidades de mi
pecho. Él aprovecha ese contacto y comienza una arremetida de movimientos
pélvicos para sobarse contra mí.
Mi boca pasa al otro pezón. Chupo hasta el hartazgo
esa estructura tan suave. Me aparto, la miro, miro la cara llena de deseo de mi
amigo, y sigo succionando sin parar. A su vez, Ashton toma entre sus manos mis
propias tetillas. Las rescata de entre los largos pelos que las rodean y
consigue que me arquee de placer ante ese novísimo contacto. Es su turno. Se
inclina sobre mí, y las atrapa con su boca. Una a una las lame como si se
tratara de una golosina maravillosa.
Todo es pasión, desenfreno y agitación. Ambos sabemos
que todo eso está activado por la sensación inaudita de encontrarnos ante a una
situación límite. De extremo peligro. Porque no sabemos lo que nos ocurrirá en
las próximas horas. Mi rostro de alguna manera trasluce eso, y Ashton, en
sensible respuesta a mi expresión me dice con un tono que nunca olvidaré:
-¡No tiene nada que temer, amigo mío! ¡Nadie, ninguna
persona en el mundo, se enterará de esto, Señor Beck!
Había rescatado a Ashton del pánico, y ahora era él el
que me rescataba a mí. Con un impulso casi animal, tomo su rostro con ambas
manos, y lo beso febrilmente. El ardor me desborda cuando siento nuestros sexos
tocarse intensamente entre sí. Con mis labios, voy descendiendo por su cuello,
me detengo un poco allí, saboreando por primera vez la dura piel de una barba
rasurada, y sigo hasta el comienzo del suave vello que cubre parte de su pecho.
Su aroma es embriagador, y acciona como combustible para seguir con mi marcha
hacia zonas más bajas. Estoy en su ombligo. Meto la lengua y todo lo hago sin
pensar ya. Los pelos que hay allí me la acarician, y mis labios corroboran la
subida temperatura de toda esa zona. Desciendo más. Siento la suave selva
púbica en mi rostro. Ya la dureza de su masculinidad me roza el cuello.
Entonces me aparto un poco, extiendo mi mano, temblorosa, dudando todavía si
debo seguir atravesando las constantes prohibiciones de mi conciencia; pero la
mano vence a la razón, y se apodera de esa verga grande y dura.
Ashton gime de placer, sosteniéndome la cabeza con las
manos. Instintivamente la atrae hacia su pelvis. También yo sigo mi instinto.
Oigo el rumor del viento sobre el mar que me impulsa, recordándome lo límite de
la situación, a abrir mi boca. El pene largo, rígido y enorme de mi amigo,
desaparece en mi boca. Una arcada me obliga a retroceder, pero mi hambre es
insaciable y trago nuevamente ese bocado tan deseado. Mi boca se acostumbra
finalmente a tener algo tan grande en su interior, mientras las glándulas
salivales trabajan sin descanso. Mi nariz choca con la mata de vellos que
rodean toda la entrepierna de Ashton. Huelen a sudor. También sus muslos son
bien peludos, con vellos suaves, más oscuros y más enloquecedores.
El barco se inclina levemente y yo me dejo caer en la
litera. Ingeniosamente, Ashton se gira de tal manera que, sin dejar de
introducir su miembro en mi boca, consigue atrapar el mío con la suya. Mis
sentidos, entonces, quedan sumergidos en otro mar, el de los deleites. No puedo
decir cuánto tiempo estamos así, entregados uno al otro, pero es una eternidad.
Varias veces sentimos que estamos a punto de derramar todo nuestro semen en
sendas bocas, entonces nos calmamos un poco y al rato proseguimos con lo que
interrumpimos.
Ashton cambia de posición y queda de rodillas en la
cama. De espaldas a mí, afirmándose en una de las columnas de la estrecha
litera, me dice:
-Soy suyo, Señor Beck. Por favor, hágame suyo...
ahora....
Me entrega la visión de su perfecto, redondo y
blanquísimo trasero. Con sus manos abre sus nalgas y puedo ver, maravillado,
como el rojo hueco, rodeado tenuemente de pelos, se dilata y palpita
rítmicamente. Sin pensarlo dos veces, mi boca va en busca de ese nuevo manjar.
Tomo los glúteos en mis manos. Apenas caben en ellas. Aparto las dos colinas de
su trasero hacia ambos lados, y hundo mi lengua en lo más profundo de su anatomía.
-¡Ah, Beck!, ¡No se detenga! ¡Siga, siga, por favor...
hasta el fin del mundo!
Y yo estaba inmerso en esa recóndita cavidad, lamiendo
y mamando sin saciarme nunca. Estiro una mano para masturbarlo frenéticamente.
Con la mano que me queda libre empiezo a masturbarme también, como si preparara
un cañón para la guerra. Cuando las súplicas del Señor Ashton llegan casi hasta
las lágrimas me incorporo y acomodo la punta de mi vara en el fondo de esa
hendidura tan íntima.
Por un momento nos calmamos. Algo parecido pasa
también en el exterior, pues la tormenta da señales de amainar. Mi glande,
posado dulcemente en su caliente esfínter, hace una leve pero firme presión.
Gracias a la lubricación de mi propia saliva, mi miembro va resbalando hacia la
vibrante cavidad. El placer es indescriptible. Toda mi piel se eriza y
experimento algo nunca vivido antes en toda mi vida. Por fin, Ashton, después
de cuidadosos movimientos, presiona definitivamente su trasero sobre mi pelvis
y mi verga concluye por enfilarse completamente a punto de acariciar su nalgas
con mi vello pubiano.
En medio de un océano de sensaciones, todas nuevas
para mí, nuestros movimientos se aceleran, mientras que alcanzo a advertir que
por la escotilla se filtra el resplandor de un raro amanecer. Estamos cercanos
al orgasmo, el puerto deseado después de nuestra íntima e interna tormenta
compartida. Ya no lo podemos contener. Lo sabemos. Entonces, Ashton se detiene,
mi miembro abandona su cálido y abierto orificio, él se gira y quedamos frente
a frente para volver a besarnos. Mi mano se apodera de su miembro palpitante y
la suya también se aferra al mío. El mutuo bombeo empieza enseguida, mientras
nuestras excitadas lenguas se cruzan en una apasionante batalla. El ardor nos
posee, y el ritmo de las manos aumenta incontrolablemente.
Y finalmente, nuestros duros penes explotan y vierten
densos chorros de semen que se derraman entre los dedos, los testículos y
embadurnan nuestras velludas regiones. Uno, dos, tres, y hasta cuatro trallazos
que logran alcanzar alturas increíbles, en medio de jadeos y gemidos que
afortunadamente son apagados por el siseo del viento.
Caemos agitados aún y abrazados sobre la pequeña cama.
Nuestros penes, empapados de nuestro licor más íntimo, van aplacándose y
recobran su tamaño de reposo. Ambos, sin poder separarnos todavía, seguimos
sondeando nuestros cuerpos con caricias y tenues besos.
Pronto llegamos a un nuevo día. Ashton se duerme,
agotado, y advierto con alegre emoción que el buque se ha estabilizado
notablemente. Dejo a mi amigo en su camarote y al salir, un marinero me informa
que el viento de popa nos es favorable y que estamos seguramente a unas ochenta
leguas de Vigo, puerto español de Galicia, próximo a la frontera con Portugal.
Navegamos muy despacio, es verdad, pero Dios ha calmado sus elementos y no
podríamos estarle suficientemente agradecidos.
Me cruzo con el Capitán, que al verme salir del
camarote del Señor Ashton, me pregunta por su estado.
-Lo dejé durmiendo apaciblemente – contesto, algo
turbado.
Él me mira, con una fijeza que es toda una
exploración, asiente significativamente con su cabeza, y me dice seriamente:
-La tormenta ha cesado. Ahora vaya y reúnase con su
familia, Señor Beck. Vuelva con su señora esposa y, por favor, dele mis
respetos.
Y sin más, lo veo apresurar el paso hacia el puente de
mando.
Franco
No hay comentarios:
Publicar un comentario